Dobles en tierra quemada

Situados en un punto intermedio, pero impreciso (y al parecer, móvil) entre el debate parlamentario y el mitin de partido, los debates televisivos han menudeado acrecentándose en múltiplos de dos: dos han sido los debates de los números uno, dos los debates de otros candidatos (por Barcelona, por ejemplo, en RTVE y TV3), los debates entre dos han sido entre cuatro,  o entre seis, y hasta el propio año electoral parece una cita a doble vuelta entre el 28 de abril y el 26 de mayo.

Ha habido debates a pares, sí, y a nones también, por los noes (y los “no es no”), las negaciones, la negatividad, las exclusiones. Ha habido debates, o momentos en los debates, que parecían propios de partidos de dobles entre izquierdas y derechas. De tenis, quizás (aunque sin ahorrar raquetazos a la pareja), sólo que no en tierra batida. Por la acumulación de bilis, por la energía mal dirigida, inquina verdadera o fingida, mala educación y prepotencia, parecían, antes bien, dobles en tierra quemada. No desdeño la palabra inglesa que, con mueca de disgusto que se le asemejaba, le oí a un profesor británico para resumirme lo que habían sido: nasty.

Pues, con toda la expectación que provocaban, la experiencia ha abocado a una paradoja decepcionante: cuanto más necesarios parecen, más saturados y estragados quedamos una vez concluidos. La peregrina sugerencia, recalcada por Pablo Iglesias, de que los debates electorales deben ser obligados y estar regulados por ley es un síntoma de esa peculiaridad tan hispana de querer resolver por vía jurídica con letra pequeña lo que debería pertenecer al espíritu vivificante de la palestra democrática.

Si de veras es tan perentoria esa demanda de debatir, ese espíritu no puede corporeizarse únicamente en prebostes de partido que acuden ritual o rutinariamente una noche cualquiera de campaña a un estudio de televisión a decirse de todo y más, sino en exigencias sobre las que no se puede legislar, pero que constituyen un mínimo cívico. En pocas palabras: no se deberían tolerar faltas que en otra forma de intercambio público servirían para dar por concluido el acto.

Pero si los encontronazos han sido tan broncos se debe a que constituyen una expresión muy pura de algo tan sumamente turbio como difundido: los modos destructivos de la dialéctica (es un decir) política española. Concebidos asimismo como estrategia, o eso parece, el tremendismo y la estridencia quieren conquistar el campo de juego, pero ¿lo han conseguido? Nótese que responder sencillamente sí o no se antoja muy ambiguo.

El campo de la discusión pública está sectarizado, y lo está en los medios, tanto o más, que en la propia política, de forma que no sólo se trasladan esas maneras a los platós televisivos, sino que, como en un bucle, tienen su continuidad en los medios mismos Por consiguiente, en vez de que el tono unánime de la prensa sea de repugnancia, cada cual está más pendiente de que salgan con bien sus patrocinados para poder declararlos algo así como victoriosos. Y a veces, se ha visto, en contraste acusado con el parecer de los especialistas.

De ahí que haya sido tan frecuente la comparación con los espacios televisivos de “vísceras”, más Mediaset que Atresmedia. O que se asemejaran a chillar en una discoteca con la música al máximo.

Ahora bien, en una sociedad hipertecnológica, la solución más rápida parece siempre la más eficiente. Sin embargo, aplicada al cuerpo social, esta receta no funciona así. Sería tanto como hacer equivalente la conmoción al convencimiento, salvo que no se persuade a puñetazos, ni siquiera dialécticos. De modo que algunos han obrado como los generales aliados en la Primera Guerra Mundial, en la confianza de que un bombardeo de saturación aniquila al enemigo para permitir avanzar en tierra de nadie. Sólo que éste queda cómodamente agazapado y no tarda en responder con fuego de ametralladora: menos contundente, pero más mortífero. Y de este modo no se ocupan trincheras, ni siquiera cuerpo a cuerpo.

Por contraposición, aventurarse a renunciar a esas formas, como hizo Pablo Iglesias en su segundo debate, era correr el riesgo de caer en la irrelevancia, al querer hacer ejemplo del contraejemplo. Y adviértase que para ello tuvo incluso que suplir a los moderadores en sus reprimendas. Fue otro rasgo llamativo: los moderadores estaban tan desnortados  en un medio ambiente tan recalentado, y tan ansiosos de que los contendientes no se sintieran ceñidos por ningún corsé de cortesía, que los debates acabaron por desmandarse. Es revelador que no recibieran luego los reproches que se le dedicaron a Manuel Campo Vidal en ocasiones parecidas en 2015 y 2016.

Añadamos que entre lo más insólito ha estado el hecho de tener dos debates en días sucesivos entre los primeros espadas de los cuatro principales grupos parlamentarios, y que ello se debiera, sobre todo, a una carambola, fruto involuntario de una decisión razonable de la Junta Electoral Central: dejar fuera a Vox en el debate previsto en Atresmedia. Razonable, no ya para el criterio técnico de carecer de representación parlamentaria, sino por el agravio comparativo con otros que sí la tenían. Con ello quedaba castigado el oportunismo de Pedro Sánchez, que se acogía a las virtudes de la televisión público sólo cuando no salía a su gusto la combinatoria de las privadas. A la fuerza ahorcan: hubo de acudir, no tenía otra, a ambas convocatorias, y eso influyó en su conservadurismo estratégico en la forma de debatir, y en sus malos modos.

No menos extravagante fue poder asistir a un debate en el que dos candidatas atacaban sañudamente y en primer lugar….¡al moderador!, impugnando, no su papel en el debate sino su cargo mismo, ¡y entregándole incluso su carta de dimisión ya redactada! Sucedió en Barcelona, con Inés Arrimadas y Cayetana Álvarez de Toledo frente a Vicent Sanchis, director de TV3. Era legítimo y acaso obligado pedir que Sanchis no moderase el debate, por estar procesado y reprobado parlamentariamente, como si la emisora no tuviera, además, otros  periodistas. Y no hay que descartar que Sanchis se sirviera del debate para realzar un perfil muy cuestionado. Pero una vez que se aceptan, hay que acomodarse a las reglas del guión.

Y oh paradoja, ahí va otra: el vicio político de abundar en falsedades sin rebozo, tan descarnadas y frecuentes en los debates de este año, ha estimulado en los medios informativos los grupos de fact-checkers, comprobadores de la veracidad de los datos (de El objetivo de la Sexta a La Vanguardia, por mencionar los más sobresalientes).

Con todo, ofrecer estas admoniciones político-morales no es óbice para administrar a la vez algunos consejos de índole decididamente técnica. Y es que la perplejidad personal no se limita en este caso al manido “qué políticos tenemos” (con signos, no de admiración, de resignación más bien) sino a un interrogativo y asombrado: “pero, ¿qué asesores son estos que tienen?”

En primer lugar, se hace patente un problema objetivo: aumentar el número de contendientes en un mar de indecisos supone que el candidato no sólo ha de persuadir, sino que debe empezar por buscar a su votante en esa masa ingente, lo mismo que el votante su opción. Y hay que imaginar estrategias al efecto para sobresalir sin carbonizar el debate.

Segundo, asombra que la última alocución de cada debate, el llamado, “minuto de oro”, que ha de ser resonante y para acabar en alto, haya sido tan mal utilizada.  Los símiles retóricos que aspiran a ser unívocamente memorables, de un modo simplón, y más impostados que vividos por actores poco naturales – la “niña” de Rajoy, el “¿escuchan el silencio?” de Rivera- pueden acabar bordeando el ridículo y son carne de meme. El mensaje entrecortado por el apremio de asestar los últimos varazos, como le sucedió a Casado, tampoco es precisamente recomendable. Ese minuto debe estar tan ensayado que ni siquiera lo parezca, debe prescindir de papeles, de cualquier distracción. Ha de ser resuelto, impecable, inevitable en el mejor sentido.

Tercero, igualmente llamativo ha resultado el uso y abuso de los llamados “elementos visuales” -fotos enmarcadas, tesis doctorales, libros, rollos de papel, gráficos y estadísticas sin fuente acreditada- que han salpicado el desarrollo de los debates de modo extemporáneo: recurrir a cualquier cosa que pueda caber en la mano, o en el exiguo atril (y era increíble que cupieran tantas). También han sido justo objeto de ridículo.

Todo lo cual lleva a concluir que, mañas dialécticas aparte, los debates precisan de una oratoria más profesional, pero sin las vacuidades retóricas a las que estamos, desgraciadamente, acostumbrados. Se debe entender que los debates pueden ser la ocasión de presentar alguna fórmula ideológica bien encarnada por el que pretende ser “líder”, pero hay que idear una estrategia consistente y persistir en formas constructivas: los modos virtuosos parecen inicialmente más endebles, pero si arraigan son más sólidos

Indiquemos para terminar que, si bien este análisis está en lo substancial meditado antes de conocer el resultado de las generales, invito al lector a que considere en qué medida la forma de proceder en ellos de los líderes políticos ha influido en sus respectivos resultados.

Y es que esto es sólo el fin del primer acto. Los debates del segundo, a buen seguro, podrán serán menos ásperos, mas no necesariamente mejores. Veremos.


                   

Pablo Carbajosa 

Responsable del Área de Oratoria de Proa Comunicación y coordinador del Club de Debate de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid