Jorge Bustos (Madrid, 1982) es la escisión entre el periodista y el escritor, el ruido de la actualidad informativa y el silencio que exige el oficio de escribir. Se define como “una mezcla de monje cisterciense y lobo de Wall Street”. Al mismo tiempo que destripa la mentira y la impostura política, necesita, y a veces suplica, olvidarse de ella y volver a la realidad, genuina y cotidiana, de las personas corrientes y las cosas concretas. Cansado de la ficción y el teatro, echó a caminar y plasmó sus huellas en Asombro y desencanto, un viaje terapéutico, como él explica, una mirada contemplativa y reflexiva que hace frente a la vorágine que acontece diariamente en la política española.
Para Bustos, la brillantez intelectual no es disociable de la integridad moral; un gran escritor no puede ser un canalla. Esperanzado, cree que la lectura nos hace mejores personas y que el conocimiento es un camino que nos perfecciona.
—Tiene una visión muy optimista de la lectura. ¿Cree que la solución a muchos problemas radica en que la gente lea y se culturice?
—Sí, y lo sigo pensando. Lo que no sé es si la lectura comienza a ser un ejercicio anacrónico. No concibo la propia existencia de la democracia occidental, de la cultura, del humanismo, de la libertad, de los derechos humanos —las grandes conquistas de la civilización—, sin el hecho de leer a los que vivieron antes que tú y guardan una sabiduría acumulada. George Steiner tenía miedo de que la tradición, el magisterio que se transmite de maestros a alumnos a través de la lectura, comenzara a perderse en Occidente.
La lectura no tiene sucedáneo. Por muy buena que sea una serie o película, la clase de musculatura intelectual que uno ejercita cuando lee es muy diferente. Leer es un acto de civilización sin el cual nos deshumanizamos. Una mente fofa, pálida, que no piensa con claridad, es más fácilmente manipulable y carecerá de sentido crítico.
—En una entrevista dijo que con la lectura desarrollamos empatía. ¿Necesariamente es así? Paradójicamente, el gran pecado de las personas cultas es la vanidad.
—Este es uno de los grandes dilemas que nos plantea el siglo XX. El hecho de que la nación más culta de Europa cometiera el mayor genocidio de la historia y llegara a las simas del horror y del asesinato en masa, nos plantea si la cultura sirve para mejorar a las personas o si es perfectamente compatible tocar a Chopin por la mañana y por la tarde matar a un par de judíos en el campo de concentración, como de hecho sucedía.
Tiendo a pensar que la cultura bien metabolizada, y no entendida como un rango de estatus o el entretenimiento de una élite, transforma la conciencia y nos mejora. Trapiello cree que un gran escritor, un clásico, uno de los grandes gigantes de la historia del pensamiento y de la literatura universal, es al mismo tiempo un gigante moral. Creo que es muy difícil ser un completo bastardo y escribir joyas de la literatura incontestables. Sí, hay excepciones. Siempre se cita a Céline, que apoyó a los nazis y escribió Viaje al fin de la noche. Pero cuando uno lee a Dickens, Chéjov o Cervantes, es difícil no empatizar con ciertas causas sociales y sensibilizarse por las biografías y las vicisitudes de los demás.
En la actualidad, la sociedad española está por encima de sus representaciones políticos. Los mejores no van a la política porque no tienen incentivos: los salarios son bajos y el escrutinio al que se someten es muy alto.
—¿Por qué cree que es más importante la bondad y el buen corazón a la brillantez? ¿Cómo encaja esa visión con el siguiente tweet?: “Ojalá un partido insultantemente elitista en lo intelectual. No en lo social ni en lo económico: en lo intelectual. Con un programa reformista sofisticado y un discurso de alta literatura. Que la peña le diga no entiendo y responda: “Si aspira a votarme, estudie para merecerlo”.
—Creo que no es contradictorio la aspiración a una élite cultural y moral. La política actual, no sólo en España, adolece de un problema de selección de élites evidente. La gente que va a la política hoy son desechos de tienta del mercado laboral. Muchos de ellos se han criado en su partido y se han dedicado a formar su destreza en el acuchillamiento del adversario; tenemos ejemplos en todos los partidos del espectro político de una mediocridad insultante. En la Transición, las élites políticas españolas estaban por encima de la media de los ciudadanos españoles porque habían ido los mejores a construir una España distinta y mejor. En cambio, en la actualidad, la sociedad española está por encima de sus representaciones políticos. Los mejores no van a la política porque no tienen incentivos: los salarios son bajos y el escrutinio al que se someten es muy alto. Sacrificas todo por una vaga promesa de mejorar la sociedad en un entorno polarizado. Como resultado, a la política van los pícaros sin talento y, los que realmente valen, desisten en poco tiempo porque no hay mucho que hacer.
—“La peor corrupción no es la económica, es la de las palabras”, dijo en una entrevista. ¿Qué peligros concretos ve en la corrupción del lenguaje?
—Cuando la mentira forma parte de la vida cotidiana de los ciudadanos de un país, todo se corrompe. En los regímenes poco transparentes, el discurso público va por un lado —en un sentido de autoafirmación, triunfalismo y euforia— y la realidad económica y judicial que vive la gente por otro. Cuando la mentira se consolida, aumenta la desafección, la abstención y la falta de compromiso por el devenir de un país.
En algún momento nos hemos acostumbrado a que las mentiras flagrantes no tengan reproche político, no causen dimisiones o tumben ministros. En la deriva del cinismo descarnado, lo de menos es que te roben, porque lo que te están usurpando es la democracia.
—La credibilidad de los medios sigue baja. ¿Cree que los medios y los profesionales de la comunicación son autocríticos?
—No es que sean autocríticos, que muchas veces lo son, es que otros medios de comunicación hacen la crítica a otros medios. La ventaja que tiene un régimen de opinión pública —que se potencia con las redes sociales— es que el periodista recibe de forma inmediata la opinión de sus lectores o de otros periodistas. La rivalidad y la vigilancia mutua entre los medios beneficia al ciudadano.
Por otro lado, hay una noción perversa que crece al calor del ruido que genera el entorno digital: los periodistas y los políticos son la misma cosa porque los dos salen en la televisión y son famosos. La distinción entre ambos se ha borrado. Quizás ha pasado siempre, pero nunca se habían mezclado tanto. Los grandes fichajes de las tertulias mediáticas son todos exministros o altos cargos políticos. Si antes parecía que la prensa o los medios eran el trampolín para llegar a la política, ahora la política es el trampolín para llegar a los medios, como si el destino deseado por los políticos fuera la comunicación y no la política. Sin embargo, a los políticos les pagamos para que hagan, no para que comenten.
Mi generación y los estudiantes de periodismo están atiborrados de lecturas anglosajonas traducidas. No podemos leer sólo traducciones, hay que relacionarse con los escritores nativos castellanos porque son los que te dan los secretos del idioma y te abren a todas las posibilidades lingüísticas.
—Tengo la sensación de que hay mucho malabarista de la palabra que da más importancia a la forma que el fondo, pero muy pocos pensadores originales y profundos. ¿Comparte esta visión?
—No estoy seguro. Yo siempre estaré de lado del que intenta escribir con una cierta voluntad de estilo, del que se esfuerza por ofrecerle al lector lo mejor que puede —más ahora que exiges su suscripción—. Los medios de pago están obligados a darle a sus lectores el mejor trabajo verbal y estilístico. Entiendo lo que dices. Umbral, genio y maestro absoluto del idioma, hizo daño al periodismo de opinión. El escritor con facilidad para el sonajero metafórico, pero con poca formación filosófica o intelectual, puede imitar un estilo sin coser ideas en ese juego verbal.
Lo primero es la idea, el contenido, el fondo. Cuando tienes claro lo que quieres transmitir, el buen columnista tiene que tener la capacidad para manejar el idioma a su antojo. El mal escritor es el que se deja llevar por el soniquete de las palabras y acaba escribiendo frases que no tenía pensado escribir. El buen columnista domina su propio lenguaje, obliga a las palabras a decir lo que quiere que digan. Creo que es posible conciliar el placer estético de una redacción bien hecha, con un castellano rico, y la originalidad intelectual que subordina esa riqueza al servicio de una idea.
—Menciona a Azorín en las entrevistas que ha concedido. ¿Por qué es tan actual?
—Azorín no es actual, por eso lo menciono, porque está olvidado. Asombro y desencanto tiene dos partes: el viaje a La Mancha y el de Francia. El primero está adscrito al patrocinio estilístico de Azorín, el cual escribió una ruta del Quijote con 32 años, la misma edad que tenía yo en aquel momento cuando hice el reportaje. Lo escribió con una prosa fascinante en su aparente sencillez. La sencillez es lo más difícil de conseguir. La primera tentación del escritor novel es complicar mucho el lenguaje con una sintaxis retorcida, acumular mucha metáfora y elegir el adjetivo más raro. Cuando vas cumpliendo años, te vas dando cuenta de que escribir bien es todo lo contrario. Consiste en escoger, en el menor número de palabras posible, las más precisas y poderosas, las que están más cargadas de sentido. De esta manera, la columna posee una arquitectura perfecta. Es el caso de Camba; si quitas una sola palabra, toda la columna se viene abajo. Escribir bien es saber elegir los verbos. Esto es lo que no sabe el escritor bisoño que se obsesiona con los adjetivos.
Azorín es un verdadero maestro en elegir frases con sabor y olor. Tiene una capacidad enorme para llegar a los sentidos. Sin embargo, no parece un escritor reivindicado, más bien está guardado en el baúl de las cosas viejas. Debemos volver los ojos a los grandes escritores españoles del siglo XIX y XX. Mi generación y los estudiantes de periodismo están atiborrados de lecturas anglosajonas traducidas. No podemos leer sólo traducciones, hay que relacionarse con los escritores nativos castellanos porque son los que te dan los secretos del idioma y te abren a todas las posibilidades lingüísticas.
—¿Estar al tanto de la actualidad y bien informado nos acerca a la realidad?
—La actualidad política está llena de ficción. Los gurús de la comunicación política y los políticos están constantemente fabricando relatos. La crónica parlamentaria tiene mucha crítica de teatro. La actualidad política es una fiebre vertiginosa de teatreros que se proyectan como campeones de causas morales; personas que se presentan como salvapatrias o revolucionarios. Acabé harto de la ficción, tenía la cabeza llena de mentiras, y necesitaba tocar, oler, caminar; alejarme de la política y recobrar la realidad. De ahí nace Asombro y desencanto, un viaje en el que deseaba reencontrarme con las cosas mismas. Como decía Pla, la sed de las cosas concretas.
Este proceso de reconciliación con la realidad fue terapéutico. Terminado el libro, volví a la guerra. Y aquí estamos, lidiando con la actualidad, sus interpretaciones e imposturas. El grado de exposición mediática al que estoy sometido es salvaje y no sé si podré soportarlo mucho tiempo. No me quejo, nuestro oficio es precario. Yo mismo sé lo que es ir a la cola del paro de Atocha. Nunca ha sido fácil triunfar en periodismo y mantenerse arriba. Sin embargo, una parte de mí me dice que todo esto es insoportable y que lo que tengo que hacer es recluirme en un convento a escribir novelas. Probablemente, si me recluyera en un monasterio del Císter, al cabo de tres meses acabaría arrojándome a los leones del Congreso pidiendo, por favor, que me dejaran entrar. Soy una mezcla de monje cisterciense y lobo de Wall Street. Me gusta mucho la acción, se me da bien el mundo frenético con mil llamadas, pero también deseo el silencio, la soledad y la literatura de los clásicos. De momento no me he vuelto loco.