Siempre a vueltas con el orden mundial, Henry Kissinger lo tiene bastante claro: de la actual atmósfera surrealista del Covid-19 emergerá un mundo completamente diferente. Como ha explicado el ex secretario de Estado en el Wall Street Journal, el final de la pandemia va a producir un inevitable ajuste de cuentas por los fallos de gestión acumulados en diferentes países: “Las naciones se unen y prosperan en la creencia de que sus instituciones pueden prever la calamidad, detener su impacto y restaurar estabilidad. Cuando la pandemia termine, las instituciones de muchos países se percibirán como un fracaso”.
Desde su pesimista punto de vista (a los 96 años no parece que vaya a empezar a dudar de su proverbial realismo político), Kissinger advierte que este coronavirus tiene la habilidad de disolver sociedades y causar profundas perturbaciones sociales, económicas y políticas con el consiguiente sufrimiento a repartir quizá entre más de una generación. Y para que los efectos de esta epidemia no sean totalmente devastadores, “Big K” receta un esfuerzo titánico en tres frentes: lucha prioritaria contra las enfermedades infecciosas, reconstrucción de la economía mundial, y salvaguarda de los principios del orden liberal internacional.
A modo de contraste, Richard Haass, presidente del Council on Foreign Relations, ha argumentado que no toda gran crisis necesariamente tiene que ser un punto de inflexión en el curso de nuestra historia. Y ante el dilema de metamorfosis o aceleración, Haass considera que el mundo pospandemia va a resultar demasiado familiar. Según sus reflexiones publicadas en Foreign Affairs, lo previsible es una mayor aceleración en tendencias geopolíticas ya consolidadas.
A juicio de Haass, Estados Unidos tendrá cada vez menos influencia en el mundo. Aunque el “modelo americano” lleva ya bastante tiempo perdiendo atractivo, para beneficio de potencias como China o incluso de populistas como el propio Donald Trump con su “America First”. La pandemia también tiene el potencial de reforzar la “recesión democrática” evidente durante los últimos 15 años en un mundo con cada vez más elecciones y menos libertad. Además de actuar como bonanza para el nacionalismo en detrimento del multilateralismo, empezando por el proyecto europeo puesto una vez más a prueba a pesar de llevar tiempo ensimismado en su policrisis.
Ante esta presentida recesión de libertades y valores, la pandemia también puede actuar como acelerador. Demasiada gente lleva demasiado tiempo con el tarantantán de que la democracia liberal no funciona. Hasta la forma en que el régimen de China ha convertido su autoritarismo en la mejor medicina contra el coronavirus forma ya parte del casposo repertorio que cuestiona la libertad, la dignidad de las personas y los derechos humanos como si la democracia fuera el equivalente a un pacto de suicidio colectivo.
No queriendo desaprovechar una buena pandemia, toda clase de inseguros autócratas –desde dictadores consagrados a novedosos practicantes del nacional-populismo– aprovechan el momento para expandir todavía más sus poderes ejecutivos en cuestiones que poco o nada tienen con la defensa de la salud pública. La creciente lista de sospechosos habituales está encabezada por China y Rusia pero también incluye a Hungría, Israel, Chile, Singapur, Jordania, Filipinas, Azerbaiyán, Egipto, Tailandia, Gran Bretaña, Estados Unidos o Bolivia.
La gran excusa compartida por todos estos gobiernos, que de forma tan oportunista han empezado a saltarse toda clase de líneas rojas dentro de su búsqueda permanente de chivos expiatorios, es que los tiempos extraordinarios que sufrimos requieren medidas extraordinarias. Con el agravante de que la angustia de los ciudadanos se traduce en una mínima resistencia ante este inquietante abandono de garantías constitucionales y demás consideraciones democráticas.
Por supuesto que las autoridades necesitan poderes especiales para combatir la actual pandemia. El problema es cuando autócratas aprovechan el rio revuelto del Covid-19 para asumir atribuciones que nada tienen con el interés general. La velocidad viral con que se están aprobando estas medidas de emergencia y la tecnología disponible no favorecen precisamente ni controles para evitar abusos ni caducidad cuando el maldito virus sea finalmente sometido.
El resultado más que previsible de este corrosivo brote autoritario va a ser una erosión adicional de instituciones democráticas, con todavía mayores facilidades para perseguir opositores y acallar voces disidentes. Como sentenciaba The Economist: “El mundo está distraído y el publico necesita salvación. Es el sueño de todo hombre.
Pedro Rodríguez
Profesor asociado de Relaciones Internacionales en la Universidad Pontificia Comillas-ICADE. Colaborador docente e investigador de American University-Madrid, Universidad Villanueva, Máster ABC-UCM y el Instituto Franklin. Como periodista, ha desempeñado durante veinte años la corresponsalía del diario ABC en Washington. Ahora es columnista de Internacional y analista para diferentes medios audiovisuales. Premio extraordinario fin de carrera, becario Fulbright y Máster en International Relations and Mass Media por la Universidad de Georgetown, su tesis doctoral está dedicada a la comunicación política de la Casa Blanca.