José Ramón Barros Cabalar —— La nueva Guerra Fría: China, rival sistémico de Occidente

“Por razón de esta conexión general de la libertad política con la libertad de pensamiento, la filosofía sólo aparece en la Historia allí donde y en la medida en que se crean Constituciones libres”.

Tien (el Cielo) no gobierna la naturaleza, sino que el emperador gobierna todo y solamente él está conectado con Tien”.

Hegel, Lecciones de Filosofía de la Religión

 

El resurgir de China es un hecho de sobra conocido. Bastan tres datos para ilustrarlo: el gigante asiático supone el 16,5% de la economía mundial, es el destinatario del 35% de las exportaciones de la Unión Europea y en términos de paridad de poder adquisitivo ya es la primera economía del mundo. Sin embargo, China no es un Estado más en el concierto internacional; y ello no solo se debe a su número de habitantes -con 1.400 millones, es la nación más poblada del planeta-, sino a las especificidades de su modelo político y económico; China también es la mayor dictadura del planeta. No existe la libertad política. El Partido Comunista Chino (PCCh) ha implantado desde el año 1949 un régimen de partido único donde el PCCh está plenamente imbricado con el Estado para ejercer su dominio sobre toda la esfera de lo social. Y si bien es cierto que China, desde el año 1978, ha adoptado medidas liberalizadoras en el plano económico, hay que subrayar una salvedad muy importante: China no es, ni quiere ser, un pleno sistema de libre mercado; solo utiliza cotas limitadas de libre mercado para alcanzar sus propios fines políticos.

 

Crecimiento récord, sin precedente histórico conocido

La expansión económica -y la prosperidad concomitante- que el antiguo Imperio del Centro ha experimentado en las últimas décadas ha sido fulgurante; en el primer decenio del siglo XXI mantuvo tasas sostenidas de crecimiento anual superiores al 10%; un récord del que no existe precedente histórico mundial. En 2018 solo creció al 6,6%. De momento, este éxito, lejos de debilitar al modelo de partido único, ha servido para legitimarlo. Pocas cosas justifican más a un Gobierno que el triunfo económico, máxime en un país que en sus 5.000 años de Historia -otro récord: posiblemente sea la nación actual más longeva del planeta- siempre ha estado regido de modo autocrático, salvo un breve -y desastroso- periodo republicano (de 1912 a 1949).

En China no rigen la mayoría de las normas internacionales, de uso común en Occidente; nos referimos a la carencia de implantación de leyes que aseguren los Derechos Humanos o de sistemas de Seguridad Social que garanticen las condiciones laborales de sus trabajadores. Tampoco muestra respeto por la propiedad intelectual; copia de Occidente sin reparo alguno cuanto ofrezca mayor valor a sus productos, ya sea a nivel tecnológico, empresarial, financiero o militar.

Menos conocido es el hecho de que en China realmente no existen empresas privadas. De una manera u otra, todas están controladas o intervenidas por el Estado-Partido. Las firmas con frecuencia carecen de accionistas, más allá de que se atribuya nominalmente esta condición a sus empleados -tal es el caso de Huawei-. El sistema chino también establece por ley que una empresa con tres trabajadores o más ha de contar con una célula del PCCh. Por tanto, el 73% de las empresas chinas alberga al menos una de estas células. Alibaba, por ejemplo, aloja en torno a 200 células de este tipo y siete mil trabajadores suyos son militantes del PCCh. Hay un último factor a tener en cuenta: la opacidad de su financiación empresarial; todo lo contrario que las empresas occidentales, obligadas a cumplir estándares de transparencia.

Esbozado a grandes rasgos el modelo económico chino, cabe preguntarse, ¿cuáles son los intereses estratégicos que mueven a Pekín en sus relaciones con el extranjero? No incluyen, desde luego, las coordenadas al uso de un Estado occidental. China busca, ante todo, fortalecer la competitividad de su producción nacional y, al mismo tiempo, quiere penetrar en las estructuras económicas occidentales, incluidos sus mercados, aunque no solo.

Para alcanzar estos dos objetivos -distintos entre sí-, el Gobierno de Pekín desarrolla un doble patrón de inversión exterior. En aquellos países que no están integrados la OCDE, la relación es extractiva; es decir, capta los recursos energéticos y las materias primas que resultan claves para su desarrollo industrial nacional. En cambio, con los países más desarrollados el vínculo es de intercambio y absorción; en este caso las empresas chinas invierten capital y establecen relaciones con los ámbitos más desarrollados para adquirir tecnología, marcas, capacidad de gestión e influencia en sectores estratégicos clave. De esta manera, además de abrir mercado, la ascendencia de la economía china sobre Occidente tiende a ser mayor.

 

Designio geopolítico de alcance global

Para cumplir los dos objetivos señalados, China ha puesto en marcha en los últimos diez años un programa geopolítico de alcance global cuya ambición tiene escasos precedentes; nos referimos a la Nueva Ruta de la Seda (NRS), un proyecto que conecta el gigante asiático con el resto del globo mediante una enorme red de puertos, carreteras, aeropuertos y ferrocarriles; por supuesto, también a través de redes 5G y de la futura 6G. El presupuesto total de la NRS supera los 800.000 millones de euros.

Se trata de un designio de alcance global, capitaneado por el Gobierno chino y el PCCh; la Junta para el Progreso y Desarrollo de la NRS está encabezada por el vicepresidente chino, todo el proyecto está financiado por bancos estatales y su parámetro de inversión no obedece, como hemos señalado, a criterios de libre comercio, sino a intereses nacionales. Veamos cuales son.

Pekín busca, en primer lugar, una red de infraestructuras que garanticen la conectividad del conjunto de Eurasia y de África con China y que, a su vez, le permita una mejor proyección hacia las Américas. En segundo término, hará cuanto esté en su mano para garantizar el suministro energético y de materias primas con la mayor eficiencia posible, es decir; controlando las rutas de abastecimiento. Facilitar al máximo sus exportaciones de capitales, servicios y bienes sería su tercer objetivo. Y en cuarto y último lugar, el Gobierno chino trata de incidir en el plano jurídico internacional para crear normas aduaneras y de comercio exterior que le resulten más favorables.

El sistema consta de dos trazados geográficos, más una proyección en el ciberespacio. A nivel terrestre, avanza desde China a través de Asia central y Eurasia hasta llegar a España; y a nivel marítimo, se abre tanto hacia el Océano Pacífico como al Mar de la China Meridional. En el plano digital, la expansión de la red 5G y, sobre todo, de la futura 6G -en la que China ya está trabajando para comercializarla en 2030-, unidas a sus smartphones de bajo precio, son un excelente cauce tanto para las aplicaciones de la Inteligencia Artificial como para la eventual injerencia a nivel público o privado.

Sobre estas bases, el excelente emplazamiento de la Península Ibérica hace que China muestre un especial interés geopolítico por España. Nuestro país ocupa, como es sabido, la intersección entre el oeste atlántico, que conecta con las Américas, y el este mediterráneo, abierto hacia Suez y el área indo-pacífica; entre un norte, que apunta hacia los grandes puertos europeos, y un sur, que lleva la mirada a África desde la Península y las islas Canarias. España sería, en suma, una excelente plataforma de distribución de las mercancías chinas, tanto por la descrita situación geográfica, como por las positivas relaciones políticas que mantenemos con el resto de Europa, EE.UU., Latinoamérica y el continente africano.

El Gobierno chino busca el control, mediante inversiones, de las referidas rutas norte-sur y este-oeste que atraviesan nuestro país. Confirman la seriedad del proyecto su adquisición -total o parcial- de al menos 40 puertos en todo el mundo, entre los cuales hay que incluir su fuerte presencia en los puertos de Barcelona y Valencia y el intento de toma de control del puerto de Algeciras. Hay más. Solo en 2018 las compañías chinas invirtieron en España más de 1000 millones de euros, cuando el año anterior, en 2017, la cifra fue de 390 millones.

En paralelo, Pekín ha desarrollado su estrategia en el terreno de las telecomunicaciones españolas. Factores mediáticos, como la tienda-escaparate de Alibaba en Madrid, son la manifestación de realidades mucho más profundas; por ejemplo, que Huawei y ZTE ya son empresas líderes en nuestro país con una magnífica posición en el mercado 5G. Las actividades de las empresas chinas en España se han realizado en el respeto a todos los parámetros de nuestro ordenamiento jurídico.

En cuanto a la participación directa en la NRS, nuestro país ha mantenido hasta ahora una actitud prudente. Pese a los intensos requerimientos del presidente Xi Jinping en su última visita oficial de noviembre de 2017, España no firmó su entrada en esta nueva Ruta de la Seda.

Por su parte, la Unión Europea, superado un inicial entusiasmo, mira con creciente escepticismo todo el proyecto de la NRS. En este caso, ha sentado el precedente Alemania, un Estado cuyos estándares económicos por lo demás son marcadamente favorables al libre comercio. Sin embargo, en diciembre de 2018 endureció sus leyes nacionales para evitar que empresas no europeas adquirieran activos sustanciales de firmas germanas. Aunque no fue citado en esta nueva normativa, el nombre de China estaba en la mente de todos.

La actitud alemana sirvió de aliento para la comunicación conjunta emitida en marzo de 2019 por el Parlamento Europeo, el Consejo y la Comisión. En dicha comunicación, la UE señala, primero, que su propia relación con China se mueve simultáneamente en ámbitos distintos, que van desde la cooperación cordial y la negociación respetuosa a la competición económica y la rivalidad sistémica. Sobre el reconocimiento de esta realidad, el Parlamento Europeo ha instado a la Comisión y a los países miembros a tomar medidas que garanticen la seguridad ante la presencia tecnología china en la UE, que se percibe como una progresiva amenaza. La Comisión, al mismo tiempo y por su parte, ha preferido no sumarse a la NRS, habida cuenta de que considera suficiente la estrategia específica comunitaria para conectar Europa y Asia; estrategia que ya dispone de una Plataforma de Conectividad EU-China, diseñada bajo principios de transparencia y reciprocidad. Además, solo así parece quedar garantizada la autonomía financiera, económica y política de la Unión.

En cuanto a EE. UU., la actual administración Trump mantiene un enfoque muy crítico hacia China. Con momentos de tensión y distensión, ambos países están sumidos en una cruda guerra comercial. Las inversiones chinas en EE.UU. han descendido drásticamente -de 45.000 millones de dólares en 2016 a 5.000 millones en 2018-, las principales agencias de inteligencia norteamericanas -CIA, FBI, NSA, etc.- han desaconsejado vivamente el uso de móviles chinos y una Orden Presidencial del propio Donald Trump directamente ha prohibido el uso de equipos de telecomunicaciones de empresas chinas por las instituciones públicas en territorio USA.

Permítame el lector recapitular el escenario descrito hasta ahora. En el caso de China nos encontramos ante un país excepcional; dispone de una milenaria cultura y una ingente mano de obra, que por sueldos muy bajos -para los parámetros occidentales- alcanza cotas muy altas de productividad; un país que no respeta muchas de las normativas internacionales y cuyo Estado interviene con fuerza en todos los órdenes de la vida, pública y privada. Por mucho que nos desagrade el marco teórico de su sistema, tampoco cabe minusvalorar los logros prácticos del Gobierno chino. Esa tutelada apertura económica en determinadas zonas de su inmenso territorio -también hablamos del tercer país más grande del mundo, tras Rusia y Canadá- ha sacado de la pobreza extrema en una generación a 700 millones de sus nacionales y creado una clase media de más de 300 millones de personas.

 

Subvertir al liberalismo empleando la lógica liberal

¿Afecta la expansión china a la seguridad y a los intereses españoles? La respuesta a esta pregunta es afirmativa; y cabría añadir que afecta de varias formas, además. Nuestra balanza comercial registra un incremento de las importaciones de China muy superior a las exportaciones españolas a este país. Este déficit comercial español se concretó en el año 2018 en la cifra de 20.632 millones de euros; un 3,8% más que en 2017. Otro tanto sucede a escala europea; el déficit comercial de la UE con China fue en 2018 de 185.000 millones de euros.

Como ya ha hemos indicado, todas las empresas exportadoras chinas o son de carácter público o están dotadas de fortísimas subvenciones por parte del Estado. Por tanto, las empresas españolas compiten en clara desventaja con respecto a las chinas en nuestro propio mercado nacional. A ello ha de añadirse que la apertura del inmenso mercado interior chino, de producirse, se está realizando a un ritmo inusualmente lento. Ante este escenario, es lógico que tanto España como la UE mantengan un déficit comercial con respecto al gigante asiático. De no modificar las condiciones de juego, nada hace pensar que el actual panorama comercial vaya a mejorar en el futuro.

Dicho esto, conviene situar la atención en un factor específico: la expansión internacional de China no obedece sólo a un mero proyecto económico y financiero. Como señalamos al comienzo del artículo, China en ningún momento pretende convertirse en un sistema de libre mercado pleno; su restringida aceptación de aspectos de la libertad económica siempre queda supedita a sus fines políticos, del cual la NRS es su punta de lanza. Resumido sucintamente, y empleando terminología marxista, podríamos señalar que China busca penetrar progresivamente las infraestructuras económicas de los países de economías abiertas para, de esta forma, acabar alineando sus respectivas superestructuras políticas con los intereses del Estado chino. Pekín no ansía los principios de la democracia liberal. Con su tutelado capitalismo de Estado busca reforzar su modelo autocrático y nacionalista de partido único, al tiempo que extiende su poder sobre el conjunto de Eurasia.

La clave de su estrategia, en la que confluyen derivadas económicas, políticas, diplomáticas y militares, es introducirse en los mercados internacionales para, en una segunda fase, controlar algunas de sus estructuras económicas clave. Pueden hacerlo gracias a que el Ejecutivo chino dispone de una ingente cantidad de liquidez. El plan sigue un desarrollo secuencial: promover intercambios económicos, construir y/o controlar infraestructuras bajo su dominio para facilitar dichos intercambios y fomentar las inversiones masivas en sectores estratégicos. Una vez adquirida la posición de fuerza, comienzan las presiones diplomáticas y políticas para incidir sobre la capacidad de decisión de los Estados en beneficio de la autocracia china. En síntesis; subvertir las dinámicas de liberalismo empleando la propia lógica liberal.

La NRS es hoy el instrumento estrella de un régimen que ha puesto en marcha esta sofisticada estrategia económica y política. El presupuesto de más de 800.000 millones de euros actúa como un nuevo Plan Marshall del siglo XXI, solo que, en este caso, al contrario que el original, prefiere arrumbar el Orden Liberal nacido tras la Segunda Guerra Mundial para derivar hacia un esquema en el que China y su modelo autoritario tengan mayor protagonismo.

A la hora de llevar a cabo esta estrategia, hay una poderosa realidad que rema en favor de los intereses chinos: la mayor parte de países del mundo viven en vías de desarrollo, necesita inversiones y China puede ejercer de gran prestamista planetario. Por tanto, el potencial expansivo de la NRS es muy alto.

Sorprendentemente, la China actual no está haciendo otra cosa que reproducir a escala global y en plena Edad Contemporánea su tradicional concepción sinocétrica de las relaciones entre el antiguo Imperio del Centro y sus periferias, sometidas a la condición de Estados tributarios. Dentro de esta lógica de dominio, siempre resulta más sencillo obtener la obediencia de un modelo autocrático, donde las conformistas oligarquías locales son deudoras de los intereses del Imperio colonial, que de una democracia libre y de pleno derecho, en la que el poder se encuentra repartido y controlado.

Rusia, por su parte, vigila este proceso desde una cierta simpatía hacia los intereses chinos; no resulta sorprendente, dado que los actuales regímenes de ambos países comparten aversión hacia la democracia basada en principios universales. De hecho, Moscú se ha alineado con Pekín en su esfuerzo por impulsar la Ruta Polar de la Seda -uno de los muchos itinerarios de la NRS-. Ésta cruza Siberia oriental para alcanzar los mares del Polo Norte y así, a través de los hielos árticos, llegar más rápido a Norteamérica y Europa occidental.

La alianza de Rusia con China, que va más allá del plano económico, pudiera adentrarse también en el terreno militar, tal y como vimos durante las maniobras Vostok-2018. En efecto, el año 2018, en el este de Siberia, y en un momento de elevada tensión con la OTAN, Rusia desplegó 300.000 soldados, 36.000 tanques y vehículos armados, más de 1.000 aeronaves y 80 buques de guerra. Fueron uno de los ejercicios militares más impresionantes de los que se tenga registro histórico. Vostok, en ruso, significa “oriente”. La novedad ha sido que China participó en estos ejercicios con 3.200 soldados, más blindados y aviones. Mongolia, por su parte, entró con algunas unidades militares.

 

El Imperio (del Centro) contraataca

La China de hoy no es la de Mao. No impera el mesianismo de una ideología -el marxismo-leninismo- que solo durante el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural asesinó de 10 a 20 millones de personas y dejó al país mucho más depauperado, tanto a nivel económico como intelectual. Los objetivos de la República Popular China del siglo XXI son el crecimiento económico, que, como hemos indicado, beneficia ya a amplísimas capas de la población, y el resurgir como gran potencia mundial.

En este punto, resulta útil un breve excurso histórico. China, a lo largo de su milenaria Historia, siempre ha sido la nación dominante en Asia, aunque en su caso, señala Huntington, más que de país, mejor convendría hablar de civilización. Solo durante su largo Siglo de la Humillación (1839 a 1945) China perdió a manos del imperialismo occidental, ruso y japonés esa posición que ahora trata de recuperar. Desde 1949 trabaja en esta misión un PCCh tan marxista como nacionalista.

En consecuencia, el orden mundial surgido tras la Segunda Guerra Mundial no resulta confortable para China por tres diferentes motivos: está liderado por Estados Unidos, no por ella; tiene su centro en Occidente, no en Asia; y su paradigma es la democracia liberal, no el autoritarismo de partido único, que con su éxito económico busca una nueva vitola de legitimidad: la de ser una suerte de despotismo ilustrado del siglo XXI. De ahí su interés por dar fin a los actuales equilibrios. Para ello, emplea con maestría no solo los tradicionales instrumentos económicos, políticos y militares, propios de cualquier gran potencia, sino también la geoeconomía.

José María Aznar en su último libro, El futuro es hoy (2018), señala que la geoeconomía china combina una pléyade de métodos -comerciales, financieros, políticas de sanciones, ciberataques, inversiones, etc.- para alcanzar fines geopolíticos. Esta estrategia geoeconómica concuerda con la mentalidad china clásica, en la que la última excelencia, sostenía Sun Tzu, no consiste en ganar todas las batallas, sino en derrotar al enemigo sin luchar. Henry Kissinger explica este punto de vista: la victoria no es el triunfo de las fuerzas armadas, sino el logro de los objetivos políticos, que en este caso incluyen la expansión geoeconómica china a nivel global, y también la demostración de que la economía y el Orden Mundial pueden funcionar sin la democracia liberal.

Pekín ha invertido desde 2010 en Europa al menos 145.000 millones de euros. Su presencia en infraestructuras claves, redes energéticas y eléctricas, trenes de alta velocidad y puertos, sin correspondencia europea en territorio chino, solo genera dependencia de una gigantesca potencia de actitud neocolonial, que además promueve modelos alternativos de gobernanza a escala mundial.

Así pues, la cautela de la Comisión y de algunos Estados miembros de la UE hacia las inversiones chinas resulta pertinente y concuerda con la relativamente prudente política que ha llevado a cabo España. Sin embargo, el expansionismo neocolonial del antiguo Impero del Centro, sumado a la actitud aislacionista de la actual administración norteamericana, requerirían de un análisis profundo y de una estrategia público-privada precisa, que hoy no están en la agenda del debate en la opinión pública española.

Dicho esto, la conexión con China no resulta negativa en cuanto tal. Al contrario, es positiva, pero no a través de la NRS, sino sobre raíles transparentes y seguros, entre los que destaca la ya citada Plataforma de Conectividad UE-China, que sí tiene en cuenta las normas de la OMC. Y es que España, como el resto de los países europeos, al tiempo que respalda el despegue de China, cree que han de emplearse todos los mecanismos políticos para que China se abra realmente a las normas internacionales.

España valora todo lo logrado por Pekín con su propio esfuerzo, pero considera que su proyección internacional debe darse en condiciones de reciprocidad. De esta forma, la presencia de las empresas españolas en China podría proveer porcentajes de compra semejantes a los que tienen las empresas chinas en el mercado español. Se trata, en el fondo, de una cuestión que no solo atañe al interés comercial de Occidente, sino también a la apuesta en favor de una prosperidad en libertad de la propia sociedad china. Sin embargo, el mercado nacional chino continúa sometido a barreras arancelarias o medidas de efecto equivalente que lo cierran, lo cual resulta tanto más grave cuanto que tras la Gran Muralla vive el 17,5% de la población mundial.

En conclusión, la no firma de la NRS es necesaria para España, pero insuficiente. Por razones de seguridad nacional y de libertad de mercado, sería preciso seguir las recomendaciones de la Comisión Europea para garantizar el control de nuestras propias estructuras y servicios -tanto físicos como digitales-, habida cuenta de que las empresas chinas no solo tienen un objetivo económico, sino también político.

Parece razonable fijar límites a la presencia en nuestro país de ambiciones distanciadas de nuestra sociedad y que, a medio y largo plazo, podríamos encontrar enfrentadas con claridad al interés general de esta misma sociedad y de España como nación.

 

El presente artículo, bajo el título Relaciones del mundo occidental con China: socio comercial, competidor económico, rival sistémico, fue originalmente publicado en el número 64 (octubre-noviembre de 2019) de la revista Cuadernos de Pensamiento Político, que edita la Fundación FAES.


 

José Ramón Barros Cabalar
Periodista y consultor de comunicación

 

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