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Lucía Casanueva —— Benedicto XVI: una oda a la coherencia

Lucía Casanueva, socia directora de PROA Comunicación, reflexiona en esta tribuna publicada en El Debate sobre la figura de Benedicto XVI y sus aspectos comunicativos.

Pocas muertes saben a signo de interrogación como la de Joseph Ratzinger. El último día del año, casi por la puerta de atrás, con un brillo intenso, con una bibliografía prodigiosa, con un sereno ejemplo de humildad, con muchas verdades incómodas expuestas con calma, con una luminosa inteligencia y una evidente bondad y, sin embargo, con más sambenitos de los que podía soportar una persona tan discreta.

Hay muchas preguntas sobre el hombre que fue papa emérito que la historia, los libros póstumos y las reflexiones en voz alta nos irán respondiendo sobre una de las figuras más potentes de nuestro tiempo, tanto para la Iglesia católica, como para el resto de la humanidad.

En este intervalo de tiempo en el que hacen sus balances las personas que se sienten interpeladas por una biografía así de atómica, mi pregunta es: ¿qué enseñan la vida y la obra de Benedicto XVI a la buena comunicación?

El papa emérito era bávaro, tímido, intelectual, discreto. No era un comunicador de masas. Después del pontificado estelar de san Juan Pablo II, llegó a la sede de Pedro un profesor muy sacerdote y poco fotogénico, que venía de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que era alemán, y que miraba al suelo en las ruedas de prensa en los aviones, porque parecía que le daba vergüenza pontificar, siendo él Sumo Pontífice.

Los medios de comunicación no entendieron su figura anti-instagram, su discurso preclaro sin titulares fáciles y para leer con subrayador, y sus gestos someros, tan poco televisivos. Ratzinger/Benedicto XVI no era un político, sino un filósofo a quien la providencia fue subiendo por la escalera del servicio ministerial hasta la cúpula del Vaticano casi a tirones, porque el hombre de ojos claros que vivió una guerra mundial en sus carnes tenía alergia a las glorias humanas, como otros tienen alergia al anonimato.

Benedicto XVI era un hombre en busca de la verdad y del sentido en un mundo epidérmico donde empezamos con los selfies y los likes, y donde se desató progresivamente un estilo de comunicación viral a toda velocidad. Era un regalo en un universo donde todos los ojos se centran en el envoltorio. Y esa antítesis amable es una pregunta a bocajarro sobre la conciencia de una profesión entera, que sigue siendo portavoz de una sociedad líquida y debe ofrecer amarres sólidos, porque ya no hay quien aguante este intermitente y ocasional oportunismo de la tísica levedad del ser solo por unos instantes.

Una oda a la coherencia

La biografía de Joseph Ratzinger es una oda a la coherencia, y eso ya es un titular de oro macizo. Aunque se entienda mejor cuando hay fe, cualquier persona que valore la honestidad y la bondad aprecia el tesoro.

Sus textos antes y después de ser Papa son un abrillantador de conciencias donde la conexión entre fe y razón cantan bingo en las cabezas en las que el sentido común y las más hondas aspiraciones humanas se casan por todo lo alto. Sus encíclicas, que se cuelan hasta el fondo de los tuétanos del lector. Sus comentarios a la vida de Jesucristo, que nos hablan de un sacerdote que no vende humo, sino frutos de su cosecha interior. La lógica aplastantemente serena. La luminosidad de su excelente prosa. La belleza de un mensaje sin prestidigitación. El conocimiento de la condición humana. La sabiduría creciente, la cultura sin remilgos, la formación extraordinaria. La paz y los puentes de diálogo con las personas ajenas a la fe. El afán de entendimiento y de construcción. La autenticidad de una intención que consigue resultados mirando de frente y a lo hondo.

Sujeto humanamente atractivo. Verbo intelectualmente capaz. Predicador honestamente noble y respetable. ¿Cuántas personas se han acercado a Dios y a la Iglesia católica leyendo sus propuestas? ¿Cuántos han entendido mejor al ser humano gracias a sus planteamientos y a la apertura de sus horizontes? ¿Cuántos han valorado el alcance del bien sobre el efecto demoledor del mal mirando con atención cada letra, cada paso, cada mirada tímida pero verdadera de un hombre que evitó los focos, pero que tenía luz propia?

Preguntas. Silencios. Paréntesis. La muerte de Benedicto XVI es un pause interesante y necesario para entender mejor que la buena comunicación no es este modo de vomitar contenidos sin saber si son verdad y sin importar que sean mentira, aunque en el camino mueran el prestigio de las personas o de las instituciones, y aunque la posverdad y la malicia enfanguen las relaciones humanas que condicionan, también, nuestra felicidad.

El óbito de Joseph Ratzinger es una ocasión para velar para siempre el cadáver de la mala prensa que no escucha si se ahoga entre prejuicios, y para enterrar como nunca esa comunicación oportunista que vende hologramas diseñados con estrategias de intencionada falsedad.

Hay quien ha entendido el alma de Benedicto XVI, y entonces juzga su vida y su obra como un torbellino de luz para el mundo, también porque todas las personas que aúnan bondad e inteligencia embellecen nuestro tiempo. La comunicación no es un disfraz, por eso, para entender el mensaje, es imposible quedarse en la cáscara. Qué buena encíclica póstuma de un papa en forma de stop, un stop mucho más progresista que los que conservan las inercias. Repensemos. Reorientemos el rumbo de navegación. Aprovechemos el talento de nuestra época para seguir buscando la verdad con más recursos. Comuniquemos bien el bien y el mal. Así seremos libres, pero libres sin resacas de postureo.

Muy probablemente, algún día Ratzinger será doctor de la Iglesia. Lógico. Para muchos será, también, maestro de buena comunicación, a pesar de los renglones torcidos con los que hemos contado su historia. Recordemos sus palabras en su despedida como Papa: «Gracias de corazón y pido perdón por mis errores».

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